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Una moneda diferente 

 

 

   ellalla siempre se negó a ser una simple moneda, siempre quiso destacarse del resto de sus compañeras que la habían visto nacer junto a ella, de manos de aquel viejo acuñador. Aquella moneda cuidaba los más mínimos detalles para diferenciarse de las otras; así cada día maquillaba sus caras, para mantenerlas resplandecientes y limpiaba las ranuras de su borde sin dejar que el sudor y el sucio que le dejaban el andar de mano en mano, se acumulara en ella.

   -¡No me gusta dormir en bolsillos, ni en monederos, ni mucho menos en alcancías! -se quejaba la brillante moneda, la cual prefería dormir en cajitas forradas de terciopelo o sencillamente oculta en cualquier gaveta de alguna mesa de noche.

   A veces pasaba noches de sobresalto, cuando tenía fuertes pesadillas soñando que había caído en las garras de alguna máquina “tragamonedas”. La delicada moneda, ya de tanto andar, se había convertido en una dama muy experimentada. Ella, en su mundo, podía fácilmente diferenciar las manos del taxista, las cálidas manos del vendedor de periódicos, las frías manos del heladero ó las ágiles manos del cajero del banco; en su larga vida había pasado por todas ellas, por tal razón amanecía un día en unas manos sin saber en qué otras amanecería al día siguiente.

   La monedita de ésta historia vivía decepcionada por la injusta desigualdad con que el mundo la trataba, ya que a pesar de tantos esfuerzos realizados por ella, seguía siendo una simple moneda igual a otra. Para los usuarios escoger una moneda o escoger otra al momento de realizar sus pagos les era completamente indiferente, y era precisamente esa indiferencia la que atormentaba y entristecía a la reluciente moneda. Por fin llegó un día donde los esfuerzos suelen ser premiados. Ese día, la brillante moneda, llegó a las expertas manos de un coleccionista de monedas, el cual buscaba monedas en perfecto estado de conservación para incorporarlas a su exquisita colección de piezas antiguas en un famoso museo de la colectividad. El señor coleccionista, al ver el brillo y la limpieza de aquella moneda exclamó asombrado, al leer su fecha de acuñación:  

   – ¡Oh, Dios mío, seis décadas y parece recién acuñada!

   Sin más comentarios, y completamente emocionado, se llevó la moneda y la colocó delicadamente en las cajitas de exhibición que tenían en el museo; y aquella monedita, brillante como el sol, sonreía satisfecha al saber que sus esfuerzos no habían sido en vano, y que finalmente había llegado al sitio donde siempre soñó llegar, como un valioso premio a su constancia.

 

 

 

Autor: Alejandro J. Díaz Valero

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