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El sueño de Susanita 

 

 

cadaada mañana, Susanita subía a la rama más alta del jardín donde vivía y miraba fijamente a lo lejos. No, su mirada soñadora no se perdía en el horizonte como hubiera dicho cualquier poeta, sino que se posaba en un punto fijo que se había vuelto su obsesión: La Ciudad de Caramelo.

Cuántas fantasías se forjó la joven hormiguita desde que alguien le dijo que ese resplandor de vivos colores que tanta curiosidad le despertaba, era nada más y nada menos, que el reflejo de una ciudad fabricada en su totalidad con apetitosos trocitos de caramelo.

Nadie supo jamás a quién se le había ocurrido ta-maña locura. Lo cierto es que la dulce metrópoli surgió un buen día aparentemente de la nada, como si no hu-bieran tenido que hacer ningún esfuerzo para levantar los edificios, los parques, las carreteras, los cines, los sofisticados spas para insectos, las discotecas y los im-pactantes centros de diversión que pululaban por todas partes. Poco se sabía de sus habitantes, pero aseguraban que en la Ciudad de Caramelo vivían los insectos más elegantes y agraciados de todos los confines de la región. Mejor dicho, quienes quisieran estar a la moda, simplemente estaban obligados a establecer su residencia allí.

Susanita enloqueció de la dicha cuando se enteró de tantos detalles. Nadie sospechaba nada, pero en se-creto, la hormiguita detestaba el hormiguero y soñaba con una vida glamorosa llena de lujos. Ese mundo le parecía tan deseado como inalcanzable, así que se con-formaba con soñar, pero ahora que lo tenía cerca y casi podía olerlo, no lo dejaría pasar de largo así no más.

—Esta es mi gran oportunidad. Tengo que encon-trar el pretexto para irme. Es ahora o nunca, luego será tarde y tendré que quedarme en el hormiguero por el resto de mis días. Si fuera mayor de edad ya me habría largado sin mirar atrás —se repetía todos los días mien-tras hacía sus deberes de mala gana.

Después de varias noches de insomnio buscando la mejor manera de hablar sobre el tema con su mamá, Susanita se atrevió a contarle de manera muy sutil y sin mostrar mucho interés, todo lo que había averiguado sobre la Ciudad de Caramelo. Luego, como el que no quiere la cosa, le dijo que sentía curiosidad por conocerla. La respuesta no se hizo esperar pues Doña Teresa que era a una hormiga muy sabia, le dijo sin rodeos:

—Hija, deja el afán, cada cosa en su momento, todavía tienes mucho que descubrir en el jardín antes de aventurarte a ir tan lejos.

—¡Pero mamá... el jardín es aburrido y ya me lo sé de memoria! —contestó Susanita contrariada mirando al cielo con impaciencia—. No veo qué puede tener de malo ir a la Ciudad de Caramelo. Luego, cambiando el tono por uno más tierno, dijo: —Mamá, mamita divina, déjeme ir por favor; le prometo que regresaré enseguida cargada de golosinas.

—¿Cargada de golosinas?... ¿Y eso cómo será si no tienes dinero?

—Mamá… ¡No puedo creer que no sepa que en la Ciudad de Caramelo no se necesita dinero! —exclamó Susanita asombrada—. Allá corren ríos de chocolate, cascadas de sirope, crecen árboles que en vez de frutas dan bombones, solo hay que extender la mano y tomar lo que se desee; es más, si viviéramos en la Ciudad de Caramelo no tendríamos que trabajar todo el verano para acumular alimentos y nos quedaría tiempo para divertirnos.

Doña Teresa hizo como si no escuchara las razones de su hija. Entonces Susanita agregó con firmeza para impresionarla:

—Mamá, espero que comprenda que me urge ir a la Ciudad de Caramelo, ese es mi sueño, mi meta, mi razón de existir… Sí señora, no me mire así que no estoy diciendo nada absurdo. Sería fabuloso que usted y yo nos fuéramos a respirar otros aires, a vivir nuevas aventuras. Mejor dicho, estoy segura de que lo mejor sería mudarnos definitivamente —enfatizó Susanita desafiante.

—¡Muchachita no hable tantas bobadas! —interrumpió la madre al borde de un infarto—. Por Dios bendito, no parece hija mía. Además, si eso que cuenta fuera cierto, me parece un disparate mayúsculo… ¿cómo así que no hay que trabajar? Hija, trabajar es lo mejor que nos pueda suceder. Las hormigas somos precisamente el ejemplo de cómo el trabajo puede llevar lejos a cualquiera. Susanita, ahora seré yo la que te pregunte: ¿acaso no sabes que la frase favorita de los humanos es: El trabajo dignifica al hombre? Déjese de tonterías, jovencita, no sea ilusa y más bien únase a la caravana; antes del anochecer debemos llegar a la cueva con esta rama que resultó más pesada de lo que imaginamos.

Susanita suspiró resignada y de mala gana se unió al grupo de compañeras que se esforzaban por llegar a casa con el preciado botín que a ella, más bien le parecía una rama inútil que debía ser arrastrada hasta el hormi-guero por simple costumbre.

—Somos un ejército de robots: todos los días lo mismo, solo pensamos en acaparar y acaparar… ¡qué vida tan aburrida! —dijo entre dientes.

A la hormiguita rebelde siempre le había resultado absurda la monotonía del hormiguero. Era como si a sus hermanas solo les importara almacenar comida con el pretexto de vivir sin angustias en el invierno.

—Nuestra vida se asemeja a la de las abejas —comentaba en voz alta para desahogarse cuando nadie la escuchaba—. Pero al menos ellas vuelan libremente y se posan sobre las flores para recolectar polen y miel. A la larga esa es una actividad más sofisticada. En cambio, nosotras nos conformamos con andar todo el día de un lado al otro recolectando lo que sea… ¡qué pérdida de tiempo tan lamentable!

Bueno, en eso tenía algo de razón pues las hormi-gas consideraban útil prácticamente todo: bolitas de resina, ramas, pelusas, semillas, envolturas de caramelos y residuos de todo tipo iban a parar al hormiguero donde eran clasificados con muchísimo cuidado por las obreras que metódicamente colocaban cada cosa en el lugar que le correspondía.

Nada era desaprovechado… ¡hasta los alimentos lí-quidos los llevaban a casa! Los almacenaban en el estómago y luego lo regurgitaban en unos recipientes especiales que había en los hormigueros. Nadie podía desviarse de su rutina porque eso podía significar el fin de las larvas, de las propias obreras y hasta de la Reina.

Había que ver la algarabía que se armaba cuando una de ellas encontraba algo de interés para la comuni-dad. La noticia se regaba como pólvora en unos segun-dos porque las antenas de las hormigas son como rada-res que captan y transmiten información a muchos qui-lómetros de distancia. En contados segundos acudían al llamado decenas, cientos, miles de hormigas que con diligencia y de manera muy organizada transportaban lo que fuera.

Si el objeto era grande, entonces una hormiga soldado lo despedazaba con las enormes mandíbulas que las caracteriza, las obreras se repartían los pedazos para cargarlos fácilmente y listo. La realidad era que grande o pequeño, lo que se atravesara en el camino de una hormiga irremediablemente terminaba en el hormiguero.

La de las hormigas era una vida de trabajo y ab-negación que ellas asumían con alegría y mucha res-ponsabilidad. Eran una especie de hermandad muy solidaria y organizada donde cada cual tenía claro cuáles eran sus obligaciones y a nadie se le ocurría romper esas normas.

En las noches, cuando se reunían a contarse entre bromas las peripecias del día, Susanita miraba a sus hermanas y pensaba con amargura:

—Ilusas, ¿cómo es posible que se conformen con tan poco? Qué increíble que desperdicien la existencia sin remordimientos. Mírenlas, prefieren vivir de forma mediocre y aburrida en vez de pasarla regio en un lugar más divertido. Cuando sea mayor de edad me iré lejos y el día que vuelva a visitarlas, tendrán que ponerse gafas de sol para mirarme.

Su madre la miraba adivinando las ideas que pa-saban por aquella cabecita tan terca pero no decía nada. Sabía que su hija era joven y que aún le quedaba mu-cho por ver para valorar lo que la rodeaba.

Después de la desafortunada conversación con do-ña Teresa, Susanita decidió no volver a hablar del tema con ella ni con sus hermanas pues sabía lo que pensaban al respecto, pero con los demás insectos la cosa era diferente. Con ellos podía fanfarronear a sus anchas mientras se le ocurría alguna idea para convencer a su mamá. Hasta se atrevió a mentirles y les dijo que se había escapado para conocer personalmente la Ciudad de Caramelo y que se había devuelto al jardín solo por no angustiar a Doña Teresa. Les describió todo con tanto convencimiento y detalles que sus amigos terminaron creyéndose el cuento y comenzaron a soñar también.

Con los días, la mayoría de los habitantes del jardín se contagiaron con las ideas de Susanita y poco a poco comenzó el éxodo. Primero fueron las mariposas, luego las mariquitas, seguidas de las libélulas, las luciérnagas, los cocuyos y los cucarrones. Bueno, la lista de insectos aventureros sería interminable, lo cierto es que solo las hormigas y las abejas no cedieron a la tentación de trasladarse; ni una sola de ellas se aventuró a dejar sus predios. Siguieron su rutina de siempre, trabajando y disfrutando de las cosas sencillas, almacenando alimentos para hacer más llevadero el invierno, polinizando las flores para que la vida continuara.

Susanita estaba furiosa y no sentía deseos de nada. ¡Cuánto le hubiera gustado irse! Soñaba con la Ciudad de Caramelo todas las noches, se le había vuelto una obsesión, un deseo inalcanzable pero muy a su pesar, tuvo que conformarse con subir a lo más alto de su naranjo favorito para contemplar los destellos de los avisos luminosos y soñar que vivía en medio del lujo más desorbitante. Su mamá no le despegaba el ojo, confiaba en su hija pero por si acaso, la vigilaba fur-tivamente para asegurarse de que no cometiera alguna locura.

Los días pasaron y en medio de la rutina llegaron las lluvias de octubre que como siempre anuncian la llegada del otoño. Las hojas se pusieron amarillas y se cayeron de los árboles; a partir de ese momento el in-vierno podía llegar en cualquier momento.

En el hormiguero reinaba la paz porque sus habi-tantes se sentían preparados para enfrentar la estación de las nevadas y el viento helado que obligaba a las hormigas a quedarse en casa. Pero la tranquilidad desa-pareció una mañana en que la abeja Rebeca llegó asusta-dísima con una noticia que le había escuchado a unos hombres que estaban acampando en el bosque vecino: se esperaba el invierno más frío y largo que hubiera azotado la región.

Las hormigas prendieron las alarmas, sabían per-fectamente que el invierno era sinónimo de escasez y muerte si no se tenían las provisiones necesarias para enfrentarlo. Sí, claro que se sentían preparadas, pero después de conocer semejante noticia no podían dejar de preguntarse: ¿nos alcanzarán las provisiones si el invierno va a ser tan largo como pronostican? Esa duda las abrumó y las puso en máxima alerta.

Susanita sintió mucho miedo pues había escucha-do de boca de su madre historias espantosas de hormi-gueros desordenados que no se esmeraron en el verano y sucumbieron de inanición en el invierno.

Esa misma noche, fueron convocados a reunión extraordinaria todo el hormiguero y las abejas de la col-mena cercana para armar un plan de contingencia que les permitiera enfrentar en equipo el desastre que se avecinaba.

Después de analizarlo detalladamente, unas y otras concluyeron que a pesar de tener comida en abundancia, era mejor apertrecharse de alimento y abrigo extra por si el invierno resultaba ser tan inclemente como decían. Así que haciendo honor al lema: “En la unión está la fuerza”, abejas y hormigas decidieron unirse para con-seguir cualquier cosa útil no perecedera que quedara por ahí.

Como las arañas habían emigrado, las abejas se comprometieron a tejer nuevos edredones para enfren-tar la emergencia, mientras que las hormigas, se ofre-cieron para conseguir la materia prima que necesitaran las improvisadas tejedoras.

Sorpresivamente, Susanita fue nombrada por una-nimidad jefa de la BBMA (Brigada de Búsqueda de Materiales y Alimentos). Semejante honor la dejó muy aburrida pero como no encontró un pretexto creíble para rechazarlo, tuvo que aceptar a regañadientes.

Al principio asumió sus obligaciones de forma mecánica y sin mucho entusiasmo, pero en la medida en que el trabajo la absorbió y pudo ver los resultados, sucedió algo inesperado: comenzó a sentir una rara sen-sación de bienestar que con los días se convirtió en el más genuino placer.

Todas las mañanas, apenas salía el Sol, la hormi-guita salía con una cuadrilla de sus mejores colaborado-ras y se esmeraban buscando en cada rama, bajo cada piedra, en cada agujero. En cuanto encontraban algo, movían las antenas con fuerza y en segundos aparecían solícitas sus compañeras y se armaba una cadena inter-minable. Nunca pensó que trabajar en equipo pudiera ser tan gratificante y ver crecer las provisiones, por primera vez en su vida, la hizo muy feliz.

Si unos meses atrás, alguien le hubiera contado a Susanita que viviría algo así, su respuesta hubiera sido:

—Imposible.

Las jornadas eran muy intensas pues a esas altu-ras no era mucho lo que podían encontrar en el jardín. Debían dedicarse a fondo, buscar casi con lupa pero para sorpresa de Susanita, siempre aparecía algo útil. Su olfato de hormiga se había agudizado tanto que no se le escapaba ni una brizna de hierba, ni la más dimi-nuta semilla.

En las noches, las hormigas se reunían para hacer balance. A esas horas se sentían exhaustas pero satis-fechas. Susanita ya no se apartaba para criticar a sus hermanas sino que compartía con ellas de buena gana. Quién lo creería, pero de un momento a otro le habían dejado de parecer tontas las historias que contaban. Qué sensación tan maravillosa la que sintió al recono-cerse como una obrera dedicada.

Un día a comienzos del invierno, cuando todos es-taban recogidos y las puertas del hormiguero estaban herméticamente cerradas, alguien dijo:

—¿Qué habrá sido de nuestros amigos que emigraron a la Ciudad de Caramelo?

La pregunta quedó sin repuesta pues sinceramen-te, en medio de tanta faena, todos se habían olvidado del tema. Susanita quedó pensativa… ¿en qué momento el sueño de vivir en la Ciudad de Caramelo se había esfumado de su corazón? Ni siquiera recordaba la últi-ma vez que se había subido al naranjo a soñar que vivía entre lujos y fiestas. Hasta sintió un poco de vergüenza por haber sido tan frívola.

Cuando nevó por primera vez aquel año, las hor-migas y sus vecinas las abejas estaban felices porque se sentían absolutamente protegidas. Sus alacenas estaban repletas; por eso podían darse el lujo de descansar y esperar pacientemente la llegada de la primavera sin importar cuan largo fuera el invierno.

Afuera, un viento gélido que congelaba todo a su paso se adueñó del jardín. Los otrora frondosos árboles repletos de frutos, ahora eran troncos renegridos cu-biertos de nieve. Muy pocos animales se aventuraban a salir.

—Quienes no hayan recolectado en los días de bo-nanza, la deben estar pasando muy mal —comentaban con pesar las hormigas.

Fue entonces que una noticia muy triste se filtró por las bien resguardadas puertas del hormiguero.

-Los insectos que se mudaron a la Ciudad de Ca-ramelo se están muriendo de frío y hambre.

Susanita sintió una punzada en el corazón.

—Dios mío, qué irresponsable fui —pensó angus-tiada— ¿cómo tuve la osadía de animarlos con mentiras para que abandonaran el jardín? Por mi culpa mis amigos están en problemas.

Aquel era el primer invierno para la recién cons-truida ciudad y en medio de tanta diversión, sus habi-tantes no se prepararon para recibirlo, simplemente lo olvidaron y cuando reaccionaron, fue tarde porque los primeros copos de nieve ya caían silenciosos sobre la tierra.

El alcalde de la Ciudad de Caramelo no supo qué hacer y lo único que se le ocurrió fue invitar a todos a volver a sus lugares de origen para hibernar no sin an-tes prometerles que sus propiedades en el rincón más dulce del mundo los estarían esperando en cuanto llegara la primavera para continuar la diversión.

En unas horas, la que había sido una populosa y moderna urbe, se convirtió en una ciudad fantasma, las calles desiertas repletas de nieve y las casas abandona-das eran un triste espectáculo, los ríos de chocolate y hasta la cascada de sirope se habían congelado.

En el hormiguero estaban abrumados con la mala noticia y aunque le temían al frío más que a nada, deci-dieron ayudar a sus antiguos vecinos. Susanita sintió que esa era la oportunidad de salvar a los insectos caí-dos en desgracia y dejar de sentirse culpable; entonces se ofreció para hacerse cargo de la situación.

Escogió a un grupo de sus amigas de confianza e idearon un plan de rescate. Se presentaron ante la Hor-miga Reina para ponerla al tanto de los últimos sucesos y de paso, exponerle el plan con el que pretendían solu-cionar el problema. A la soberana le pareció que la idea no era descabellada y dio el visto bueno.

Inmediatamente, la comisión de rescate con Susa-nita a la cabeza puso manos a la obra. Una hormiga sol-dado hizo un agujerito en la puerta y el grupo salió en fila dibujando un cordoncito negro sobre la nieve. Como buenas hormigas que eran, llevaban suficientes provisiones, mantas y todo lo necesario para brindar primeros auxilios si fuera necesario. Pero no tuvieron que andar mucho pues a escasos metros de la entrada, encontraron un ejército de arrepentidos insectos tiritando de frío sentados sobre sus equipajes, sin saber a dónde dirigirse; el panorama era desolador.

No podían regresar a los hogares que habían aban-donado en el jardín porque a esas alturas estaban des-truidos, tampoco se atrevían a pedir ayuda explícita-mente porque se sentían avergonzados. Así que decidie-ron recibir en silencio y con resignación, una lluvia de merecidas críticas.

Pero donde reina la bondad y los buenos deseos, siempre aparecen las soluciones, así que las hormigas, sin el menor reproche, invitaron a sus vecinos a pasar el invierno en el tibio hormiguero con un simple:

—Amigos, pasen, concédannos el honor de vivir con nosotros hasta que llegue la primavera, aquí hay espacio y comida para todos.

Cuando las abejas se enteraron, hicieron lo mismo y pusieron su colmena a disposición de los necesitados. Les hicieron la invitación a través de un amable comunicado que decía textualmente:

“Queridos hermanos, estamos al tanto de su situa-ción y queremos decirles que nuestra colmena, nuestra miel y nuestro polen pueden considerarlos suyos”

Ese fue un invierno especialmente cálido; el hor-miguero y la colmena vecina estaban repletos de visitantes. Aquello parecía una Torre de Babel. Mariposas, cucarrones, mariquitas, saltamontes, escarabajos, avispas, libélulas, polillas, luciérnagas y mosquitos convivieron por meses con las bondadosas anfitrionas bajo el mismo techo en perfecta armonía.

Todos colaboraban de buena gana repartiéndose el trabajo de forma organizada. En las mañanas se levan-taban muy temprano, ordeñaban a los pulgones, barrían las cámaras de cría del hormiguero, aseaban las celdas de los panales, ayudaban a las abejas nodrizas a cebar con jalea real a las larvas, incluso a algunos les conce-dieron el honor de alimentar a las Reinas. Hasta los Zánganos de la colmena y los Machos del hormiguero dejaron su pereza característica y contagiados con el espíritu reinante, aportaron su granito de arena en las tareas domésticas.

En las noches, las propias Reinas de ambas casas acudía a las animadas veladas para deleitare con las historias de sus invitados. Cada quién tenía algo curioso para aportar y ni siquiera el silbido del viento helado podía ahogar las carcajadas que resonaban hasta altas horas.

Para cuando el tibio Sol primaveral asomó su rostro, unos y otros tenían claro que las ficticias dife-rencias eran solo eso: ilusiones, falsas barreras que se crean cuando no somos capaces de compartir con los demás lo que tenemos, que juzgar con dureza y dar la espalda a los que toman decisiones equivocadas es un error.

Pero la más conmovida con esta historia fue Susa-nita. Ella sí que aprendió una lección que no olvidaría jamás. No dejaba de pensar en cuán diferente sería su vida si hubiera tomado el camino equivocado.

La hormiguita que a esas alturas ya era toda una hormiga adulta y muy responsable, se arrepintió de corazón por haber influenciado irresponsablemente a sus amigos y se prometió a sí misma apoyarlos en el proceso de recuperación de sus bienes.

Cuando llegó el verano, era un hecho que entre to-dos reconstruirían el vecindario. Para entonces se ha-bían convertido en una gran familia y decidieron com-partir alegrías y tristezas por igual. Pero sobre todo, hicieron suyo el lema que le habían escuchado tantas veces a los seres humanos y que la mamá de Susanita no se cansaba de repetir: “El trabajo dignifica al hombre”. Claro que tratándose de una comunidad de insectos, lo adaptaron un poco para darle sentido y en la entrada del jardín colgaron un colorido pasacalle que decía:

EL TRABAJO NOS DIGNIFICA A TODOS

Desde entonces, el sueño de Susanita cambió. Ahora quería estudiar para volverse maestra. Soñaba con educar a las hormiguitas apenas salieran de la pupa, enseñarlas a valorar el trabajo, a crear habilidades para socializar y sentirse honradas con su condición de hor-migas.

De más está decir que la más orgullosa con el cam-bio, era doña Teresa que inflando el pecho no se cansaba de decir.

—¿Ven esa joven que está allí animando a todos? Esa es mi hija.

 

 

 

Autora: Gloria Bayolo

28/07/2013

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